“Instrúyanse, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Conmuévanse porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque necesitaremos toda nuestra fuerza.” A.Gramsci.

El Imperialismo del Siglo XXI

miércoles, 16 de septiembre de 2009


El Imperialismo del Siglo XXI

Claudio Katz - claudiokatz1@gmail.com



El resurgimiento de la teoría del imperialismo está modificando el análisis de la globalización. Esta concepción explica la polarización mundial de ingresospor la transferencia sistemática de recursos de los países periféricos hacia los capitalistas del centro. Esta asimetría acentúa la dependencia y provoca agudas crisis en Latinoamérica, que se profundizarán si se consuma el proyecto del ALCA. El correlato político de esta iniciativa es un proceso de recolonización política y su consecuencia militar es la intervención más abierta del gendarme norteamericano. La dominación imperialista no es una fatalidad, ni obedece a una superioridad cultural de los países avanzados.

La mayor asociación entre las clases dominantes del centro y la periferia coexiste con la profundización de la brecha entre ambas regiones. Esta fractura desmiente la existencia de un proceso de transnacionalización uniforme. La incapacidad de las burguesías del Tercer Mundo para erigir sistemas capitalistas prósperos no puede ser corregida por otros grupos sociales.
Un segundo aspecto de la teoría del imperialismo esclarece las relaciones prevalecientes entre las potencias en cada etapa del capitalismo. Existe un intenso debate sobre la evolución contemporánea de estas vinculaciones. La tesis de la concurrencia interimperialista refuta los mitos neoliberales de la globalización, pero no explica las razones que inhiben la confrontación bélica entre estados rivales. El enfoque transnacionalista registra la creciente integración de capitales, pero desconoce que la competencia continúa mediada por las clases y los estados nacionales. Esta omisión adopta formas extremas en la teoría del Imperio de A. Negri. La visión superimperialista constata la evidente hegemonía norteamericana, pero desconoce que este liderazgo no ha creado relaciones de dominación entre los países desarrollados comparables a las vigentes en la periferia.
Un enfoque adecuado del imperialismo contemporáneo requiere interpretar cómo se combinan las tendencias a la rivalidad, la integración y la hegemonía con las nuevas formas de funcionamiento del capitalismo. Las analogías corrientes con la decadencia romana oscurecen esta indagación.
Los antagonistas sociales y políticos del imperialismo están recobrando fuerzas en todo el mundo, a través de la protesta global, la recuperación de la clase obrera y las rebeliones en la periferia. Un proceso de maduración política socialista comienza a notarse en las discusiones sobre el internacionalismo, el programa antiimperialista, el carácter del estado y los sujetos de la transformación social.

EL IMPERIALISMO DEL SIGLO XXI.


El renovado interés que suscita el estudio del imperialismo está modificando el debate sobre la globalización, hasta ahora exclusivamente centrado en la crítica al neoliberalismo y el análisis de los rasgos novedosos de la mundialización. Una noción desarrollada por los teóricos marxistas de principios del siglo XX -que alcanzó gran difusión durante los 70- despierta nuevamente la atención de los investigadores, ante el agravamiento de la crisis social del Tercer Mundo, la multiplicación de conflictos bélicos y la competencia descarnada entre corporaciones.
El imperialismo es una noción que conceptualiza dos tipos de problemas.. Por un lado, las relaciones de dominación vigentes entre los capitalistas del centro y los pueblos periféricos y por otra parte, las vinculaciones prevalecientes entre las grandes potencias en cada etapa del capitalismo. ¿Qué actualidad presenta esta teoría? ¿En qué medida contribuye a esclarecer la realidad contemporánea?

UNA EXPLICACIÓN DE LA POLARIZACIÓN MUNDIAL.

La polarización mundial de los ingresos confirma la importancia de esta concepción en su primer sentido. Cuándo la fortuna de 3 multimillonarios sobrepasa el PBI de 48 naciones y cada cuatro segundos un individuo de la periferia muere de hambre, resulta difícil ocultar que el ensanchamiento de la brecha entre los países avanzados y subdesarrollados obedece a relaciones de opresión. Ya es indiscutible que esta asimetría no es un acontecimiento “pasajero”, ni será corregida por el “derrame” de los beneficios de la globalización. Los países periféricos no son sólo “perdedores” de la mundialización, sino que soportan una intensificación de las transferencias de recursos que históricamente frustraron su crecimiento.
Este drenaje ha provocado la duplicación de la miseria extrema en las 49 naciones más empobrecidas y mayores deformaciones en la acumulación fragmentaria de los países dependientes semiindustrializados. En este segundo caso, la prosperidad de los sectores insertos en la división internacional del trabajo se consuma en desmedro de las actividades económicas destinadas a los mercados internos.
El análisis del imperialismo no ofrece una interpretación conspirativa del subdesarrollo, ni exculpa a los gobiernos locales de esta situación. Simplemente aporta una explicación de porqué la acumulación se polariza a escala mundial, reduciendo las posibilidades de nivelación entre economías disímiles. El margen de crecimiento acelerado que permitió en el siglo XIX a Alemania o Japón alcanzar el status de potencia que ya detentaban Francia o Gran Bretaña, no se encuentra hoy al alcance de Brasil, la India o Corea.
El mapa mundial ha quedado moldeado por una ”arquitectura estable” del centro y una “geografía variable” del subdesarrollo, dónde sólo caben modificaciones del status periférico de cada país dependiente .
La teoría del imperialismo atribuye estas asimetrías a la transferencia sistemática del valor creado en la periferia hacia los capitalistas del centro. Estas traslaciones se concretan a través del deterioro de los términos de intercambio comercial, la succión de recursos financieros y la remisión de utilidades industriales. El correlato político de este drenaje es la pérdida de autonomía política de las clases dominantes periféricas y la intervención militar creciente del gendarme norteamericano. Estos tres rasgos del imperialismo contemporáneo se observan con nitidez en la realidad latinoamericana.

LAS CONTRADICCIONES DE LAS ECONOMÍAS PERIFÉRICAS.

Desde la mitad de los 90 América Latina ha padecido las consecuencias del colapso de los “mercados emergentes”. La mayor parte de las naciones afectadas sufrieron agudas crisis, precedidas por la fuga de capitales y seguidas por devaluaciones que potenciaron la inflación y contrajeron el poder adquisitivo. Estos desplomes provocaron quiebras bancarias, cuyo socorro estatal agravó el agobio de la deuda pública, obstaculizó la aplicación de políticas reactivantes y acentuó la pérdida de soberanía monetaria y fiscal.
Estas crisis obedecen a la dominación imperialista y no exclusivamente a la instrumentación de políticas neoliberales, que también han prevalecido en los países centrales. Los desmoronamientos que soporta la periferia latinoamericana son muy superiores a los desequilibrios predominantes en Estados Unidos, Europa o Japón, porque están caracterizados por el derrumbe periódico de los precios de las materias primas exportadas, la periódica cesación de pagos de la deuda y la desarticulación de la industria local. La periferia es más vulnerable a las turbulencias financieras internacionales, porque su ciclo económico depende del nivel de actividad de las economías avanzadas. Además, el avance de la mundialización acentúa esta fragilidad, al profundizar la segmentación de la actividad industrial, la concentración del trabajo calificado en el centro y el ensanchamiento de los desniveles de consumo.
La dominación imperialista le permite a las economías desarrolladas transferir parte de sus propios desequilibrios a los países dependientes. Esta traslación explica el carácter asimétrico y no generalizado que presenta hasta el momento la recesión internacional en curso. Mientras que una crisis equivalente al 30 ya se ha registrado en la periferia, esta caída constituye sólo una eventualidad para el centro. Las mismas políticas de privatización no han producido tampoco descalabros semejantes en ambas regiones. El thatcherismo aumentó la pobreza en Gran Bretaña, pero ha desencadenado la desnutrición y la indigencia en la Argentina; el ensanchamiento de la brecha distributiva deterioró los salarios en Estados Unidos, pero desató la miseria y emigración masiva en México; la apertura comercial debilitó a la economía japonesa, pero condujo a la devastación de Ecuador. Estas diferencias responden al carácter estructuralmente central o periférico de cada país en el orden mundial.
La dependencia es una causa central de la gran regresión que soporta Latinoamérica desde mitad de los 90, luego del corto alivio que generó la afluencia de capitales de corto plazo. La región ha vuelto a la dramática situación de la “década pérdida” de los 80. El PBI regional se mantuvo estancado en 0,3% durante el año pasado y volverá a situarse en 0,5% en el 2002. Luego de cuatro años de salidas netas de capital, el ingreso de inversiones se ha estancado y la especialización productiva en actividades básicas afianza el deterioro comercial (las sumas remitidos por emigrantes en Estados Unidos ya superan en muchos países las divisas generadas por sus exportaciones). Cómo resultado de esta crisis, tan solo 20 de los 120 títulos de compañías latinoamericanas que se negociaban en las Bolsas mundiales hace una década continúan comercializándose en la actualidad.
La dominación imperialista es el origen de los grandes desequilibrios económicos que derivan en déficit comercial (México), descontrol fiscal (Brasil) o depresión productiva (Argentina). Actualmente estas conmociones han desatado una sucesión de colapsos que irradian desde el Cono Sur, desestabilizando a la economía uruguaya y amenazando a Perú y Brasil.
Los economistas neoliberales se esfuerzan por analizar las excepciones de esta crisis, ni comprender la regla general de estos desequilibrios. Al ignorar la opresión del imperialismo tienden a cambiar frecuentemente de opinión y denigran con inusitada rapidez los modelos económicos que antes elogiaban.
Pero evadir el análisis del imperialismo se ha vuelto prácticamente imposible desde el lanzamiento del ALCA. Este proyecto estratégico de dominación norteamericana apunta a expandir las exportaciones estadounidenses para bloquear la concurrencia europea y consolidar el control de la primer potencia de todos los negocios lucrativos de la región (privatizaciones faltantes, contratos privilegiados en el sector públicos, pagos de patentes).
El ALCA es un tratado neocolonial que impone la apertura comercial latinoamericana sin ninguna contrapartida estadounidense. Para lograr el “fast track” (autorización legislativa para negociar rápidamente acuerdos con cada país), Bush- introdujo recientemente nuevas cláusulas que impiden la transferencia de alta tecnología a Latinoamérica y traban el ingreso de 293 productos regionales al mercado estadounidense. Estas barreras arancelarias afectan particularmente a los insumos siderúrgicos, textiles y agrícolas. Además, ha puesto en marcha un programa de mayores subsidios al agro, que en la próxima década propinarán un golpe mortal a las exportaciones zonales de soja, trigo y maíz
El ALCA desenmascara el doble discurso imperialista, que incentiva la apertura comercial en el exterior y el proteccionismo en casa. La implementación del acuerdo provocaría un colapso de países medianamente industrializados como Brasil y de asociaciones regionales como el Mercosur, mientras que sólo permitiría una débil adaptación al convenio de las economías pequeñas o complementarias en rubros muy específicos con Estados Unidos.
Al cabo de una década de neoliberalismo, el mensaje imperialista de apertura comercial ya no engaña a nadie. Es evidente que la prosperidad de un país no depende de su “presencia en el mundo”, sino de la modalidad de esta inserción. Africa, por ejemplo, detenta una tasa de comercio extraregional en proporción al PBI (45,6%) muy elevada en comparación a Europa (13,8%) o Estados Unidos (13,2%) y es la región más empobrecida del planeta . Este caso extremo de subordinación desfavorable a la división internacional del trabajo ilustra la situación de dependencia general que soportan las economías periféricas.

RECOLONIZACIÓN POLÍTICA.


El correlato político de la dominación económica imperialista es una recolonización de la periferia, que se apoya en la creciente asociación de las clases dominantes locales con sus socios del norte. Este entrelazamiento es consecuencia de la dependencia financiera, la entrega de los recursos naturales y la privatización de los sectores estratégicos de la región. La pérdida de la soberanía económica le otorgó al FMI un manejo directo de la gestión macroeconómica y al Departamento de Estado una incidencia equivalente sobre las decisiones políticas. Ya ningún presidente latinoamericano adopta resoluciones de importancia sin consultar la opinión de la embajada norteamericana. La prédica de los medios de comunicación y de la intelectualidad americanizada ha contribuido a naturalizar esta subordinación.
A diferencia del período 1940-70, los capitalistas latinoamericanos no propugnan reforzar los mercados internos mediante la sustitución de importaciones. Su prioridad es la vinculación con las corporaciones extranjeras, porque la clase dominante regional es también parcialmente acreedora de la deuda externa y se ha beneficiado con la desregulación financiera, las privatizaciones y la flexibilización laboral. Existe incluso una capa de funcionarios que es más fiel a los organismos imperialistas que a sus estados nacionales. Cómo han sido educados en las universidades norteamericanas, adiestrados en los organismos internacionales y entrenados en las grandes corporaciones, sus carreras están más atadas al futuro de estas instituciones que a la salud de los estados que gobiernan.
Pero esta generalizada recolonización también acentúa el descalabro del sistema político de la región. La pérdida de legitimidad que soportan los gobiernos servidores del FMI produjo en los últimos dos años el colapso de los regímenes de cuatro países (Paraguay, Ecuador, Perú, Argentina).
Al cabo de un largo proceso de erosión de la autoridad de los partidos tradicionales, los gobiernos se tornan frágiles, los regímenes tienden a disgregarse y algunos estados se desmoronan. Esta secuencia corona el vaciamiento de instituciones, que ya no receptan ningún reclamo popular y que simplemente operan como agentes del imperialismo. A medida que la fachada constitucional pierde relevancia, también el Departamento de Estado norteamericano alienta un retorno a las prácticas golpistas del pasado, aunque encubriendo ahora el viejo autoritarismo con nuevos artificios constitucionalistas.
Esta línea de acción ya fue visible en el reciente intento golpista de Venezuela. Desplazar al gobierno nacionalista de ese país es una prioridad del gobierno estadounidense para reforzar el embargo contra Cuba, desarticular al zapatismo, condicionar una victoria electoral del PT en Brasil e imponer un gran escarmiento a la rebelión popular argentina. La diplomacia norteamericana ha comenzado incluso a evaluar la posibilidad de restaurar los viejos protectorados, en los estados que considera definitivamente “fracasados”. Colombia y Haití son los primeros candidatos a este ensayo neocolonial, que también podría ponerse en práctica en Yugoslavia, Ruanda, Afganistán, Somalia y Sierra Leona. Recientemente la Argentina ha empezado a figurar entre las naciones incluidas en este proyecto de administración virreinal . Estas alternativas también suponen una mayor ingerencia directa del gendarme norteamericano.

EL INTERVENCIONISMO MILITAR.

El “Plan Colombia” es el principal ensayo de esta intervención bélica en Latinoamérica. El Pentágono ya dejó de lado el pretexto del narcotráfico y luego de forzar la ruptura de las negociaciones de paz ha iniciado una campaña militar contra la guerrilla. El cuidado por minimizar la presencia directa de tropas norteamericanas apunta a reducir la pérdida de vidas estadounidenses (“síndrome de Vietnam”) mediante un mayor desangre de los “nativos”.
Con la guerra en Colombia se busca restaurar la autoridad de un estado desmembrado y recomponer la apropiación imperialista de los recursos estratégicos. Como lo prueba la conspiración en Venezuela, estas acciones también apuntan a garantizar el aprovisionamiento petrolero de Estados Unidos. Para asegurar este abastecimiento, la CIA ya instaló también un centro estratégico en Ecuador y audita desde la vecindad fronteriza todo el territorio mexicano.
El imperialismo está embarcado en modernizar sus bases militares con efectivos de alta movilidad. Por eso descentralizó el viejo comando de Panamá e instaló nuevos dispositivos en Vieques, Mantas, Aruba y El Salvador. A través de una red de 51 instalaciones en todo el planeta, las tropas norteamericanas realizan ejercicios que involucran desplazamientos simultáneos diarios de 60.000 efectivos en 100 países . Un objetivo siempre presente es la agresión contra Cuba, a través del sabotaje terrorista o algún renovado plan de la invasión.
Este giro belicista se acentuó luego del 11 de septiembre, porque Estados Unidos apuesta a reactivar su economía mediante el rearme y tiene en carpeta planes de guerra contra Irak, Irán, Corea del Norte, Siria y Libia. Con el 5 % de la población mundial, la principal potencia absorbe el 40% del gasto militar total y se ha lanzado a reacondicionar submarinos, diseñar nuevos aviones y testear en un programa de “guerra de las galaxias” las nuevas aplicaciones de las tecnologías de la información.
Este relanzamiento militar es la respuesta imperialista a la desintegración de estados, economías y sociedades periféricas, que provoca el creciente ejercicio de la dominación sobre la periferia. Por eso, la actual “guerra total contra el terrorismo” presenta tantas similitudes con las viejas campañas coloniales. Nuevamente se diaboliza al enemigo y se justifican masacres de la población civil en el frente y restricciones de los derechos democráticos en la retaguardia. Pero cuánto más se avanza en la destrucción del enemigo “terrorista”, mayor es la desarticulación política y social en los escenarios de este atropello. El estado general de guerra perpetúa la inestabilidad, provocada por la depredación económica, la balcanización política y la devastación social de la periferia .
Estos efectos son muy visibles en América Latina y Medio Oriente, dos zonas que tienen relevancia estratégica para el Pentágono, porque detentan recursos petroleros y representan importante mercados frente a la competencia europea y japonesa.
Debido a esta significación estratégica constituyen centros de la dominación imperialista y sufren procesos muy semejantes de desarticulación estatal, debilitamiento económico de la clase dominante local y pérdida de autoridad de los representantes políticos tradicionales.

FATALISMO NEOLIBERAL.


La expropiación económica, la recolonización política y el intervencionismo militar conforman el triple pilar del imperialismo actual. Muchos analistas se limitan a describir resignadamente esta opresión como un destino inexorable. Algunos presentan la fractura entre “ganadores y perdedores” de la globalización como un “costo del desarrollo”, sin explicar porqué este precio se perpetúa a lo largo del tiempo y recae siempre sobre las naciones que ya cargaron en el pasado con ese padecimiento.
Los neoliberales tienden a pronosticar que el fin del subdesarrollo sobrevendrá en los países periféricos que apuesten a la “atractividad” del capital extranjero y a la “seducción” de las corporaciones. Pero las naciones dependientes que intentaron este camino en la última década abriendo sus economías soportan hoy la factura más pesada de las “crisis emergentes”. Quiénes más se embarcaron en la privatización, más posiciones económicas perdieron en el mercado mundial. Al otorgar mayores facilidades al capital imperialista removieron las barreras que limitaban la depredación de sus recursos naturales y por eso, ahora padecen un intercambio comercial más asimétrico, un vaciamiento financiero más intenso y una desarticulación industrial más acentuada.
Algunos neoliberales atribuyen estos efectos a la limitada aplicación de sus recomendaciones, cómo si una década de nefastos experimentos no brindara suficientes lecciones del resultado de sus recetas. Otros sugieren que el subdesarrollo constituye una fatalidad derivada del temperamento desganado de la población periférica, del peso de la corrupción o de la inmadurez cultural de los pueblos del Tercer Mundo. En general, la argumentación colonialista ha cambiado de estilo, pero su contenido se mantiene invariable. Ya no justifica la superioridad del conquistador en la pureza racial, sino en su acervo de conocimientos o en la calidad de sus comportamientos.

TRANSNACIONALIZACION IMPERIAL.

T.Negri y M.Hardt presentan un cuestionamiento más serio a la teoría del imperialismo, porque estiman que la globalización diluye las fronteras entre el Primer y Tercer Mundo. Consideran que un nuevo capital global actúa en torno a la ONU, el G 8, el FMI y la OMC y ha creado una soberanía imperial, que enlaza a las fracciones dominantes del centro y la periferia en un mismo sistema de opresión mundial.
Esta caracterización supone la existencia de cierta homogeinización del desarrollo capitalista, que resulta muy difícil de verificar. Todos los datos de inversión, ahorro o consumo confirman la contundente ampliación de los desniveles entre las economías centrales y periféricas e indican que los procesos de acumulación y crisis también se polarizan. No sólo la prosperidad norteamericana de la última década contrastó con el derrumbe generalizado de las naciones subdesarrolladas, sino que el colapso social de la periferia no tiene por ahora equivalentes en Europa. Tampoco existe ningún indicio de convergencia del status de la burguesía venezolana y estadounidense o de asimilación de la crisis argentina a la japonesa. Lejos de uniformar la reproducción del capital en un horizonte común, la mundialización profundiza la creciente dualización de este proceso a escala planetaria.
Es cierto que la asociación entre las clases dominantes de la periferia y las grandes corporaciones es más estrecha y que la pobreza se extendió en el corazón del capitalismo avanzado. Pero estos procesos no convierten a ningún país dependiente en central, ni tampoco tercermundizan a las potencias metropolitanas. El mayor entrelazamiento entre las clases dominantes coexiste con la consolidación de la brecha histórica que separa a los países desarrollados y atrasados. Por eso, el capitalismo no se nivela, ni se fractura en torno a un nuevo eje trasnacional, sino que se desenvuelve ahondando la polarización forjada durante el siglo pasado.
La mayor evidencia de esta persistente organización jerárquica del mercado mundial es el poder detentado por los capitalistas de una veintena de naciones sobre los restantes 200 países. Ejercen su dominación militar a través del Consejo de Seguridad de la ONU, imponen su hegemonía comercial por medio de la OMC y afianzan su control financiero con el FMI.
Al analizar los vínculos predominantes entre las clases dominantes, la tesis transnacionalista confunde asociación con la equiparación del poder. Qué un sector de los grupos capitalistas de la periferia incremente su integración con sus aliados del centro no los convierte en partícipes de la dominación global, ni diluye su debilidad estructural. Mientras que las corporaciones norteamericanas explotan a los trabajadores latinoamericanos, la burguesía ecuatoriana o brasileña no participa de la expropiación del proletariado estadounidense. Aunque el salto registrado en la internacionalización de la economía es muy significativo, los capitales continúan operando en el marco de un orden imperialista que fractura al centro de la periferia.

CLASES Y ESTADOS I.


Algunos autores sostienen que la transnacionalización del capital se ha extendido a las clases y a los estados, creando un nuevo corte transversal de dominación global que atraviesa a todos los países y estratos sociales .
Esta tesis identifica a los procesos de integración regional con la “transnacionalización” social y estatal, sin percibir la diferencia cualitativa que separa la asociación entre grupos imperialistas de la recolonización periférica. La Unión Europea y el ALCA, por ejemplo, no forman parte de una misma tendencia hacia la “transnacionalización”, sino que constituyen expresiones de dos procesos muy distintos. No es lo mismo una alianza entre sectores dominantes en el mercado mundial que un plan neocolonial de una potencia.
En realidad, sólo la alta burocracia de los países periféricos también perteneciente a los organismos internacionales constituye un grupo social plenamente “transnacionalizado”. La lealtad de este sector hacia el FMI o la OMC es mayor que hacia los estados nacionales que manejan y se podría incluso caracterizar que el comportamiento y las perspectivas de estos funcionarios anticipa el curso futuro de las clases capitalistas del Tercer Mundo. Pero esta evolución constituye una posibilidad y no representa todavía una realidad verificable, especialmente en los países de la periferia superior (como Brasil o Corea del Sur), cuya clase dominante está muy enlazada con los procesos de acumulación dependientes de los mercados internos. La situación es completamente diferente en las economías de pequeños países (por ejemplo de Centroamérica), altamente integrados al mercado de una gran potencia. Estas diferencias desmienten la existencia de un proceso general o uniforme de transnacionalización.
Algunos defensores de la tesis imperial afirman que el grado de ensamble efectivo entre las clases centrales y periféricas es superior a lo que indican los parámetros obsoletos de las cuentas nacionales. Y es cierto que estas categorías ya son insuficientes para evaluar el curso de la mundialización actual, pero complementan a otros indicadores contundentes de la brecha entre el centro y la periferia. La profundización de estas desigualdades se verifica en cualquier plano de productividad, ingresos, consumo o acumulación.
Es por otra parte falso, suponer que un “nuevo estado global” ha sustituido la distinción entre estados dominantes y recolonizados. Esta diferencia se verifica en la irrelevante influencia que tienen las burguesías del Tercer Mundo en cualquier decisión de la ONU, el FMI, la OMC o el BM. Las clases dominantes de la periferia no son víctimas del subdesarrollo y lucran ampliamente con la explotación de los trabajadores de sus países. Pero esta participación no les otorga ninguna gravitación en la dominación mundial.
La tesis del imperio ignora este rol marginal y desconoce la perdurabilidad del dominio imperialista en los sectores estratégicos de la periferia. No registra que esta sujeción no es ya puramente colonial, ni está exclusivamente centrada en la apropiación de las materias primas o el manejo territorial directo, pero subsiste como mecanismo de control metropolitano de los sectores estratégicos de los países subdesarrollados .
Esta dominación no se ejerce a través de un misterioso “poder global”, sino por medio de la acción militar y diplomática de cada potencia en sus áreas de mayor influencia. El rol de Estados Unidos es más nítido en el “Plan Colombia” que en el conflicto de los Balcanes y el papel de Europa es más definido en las crisis del Mediterráneo que en el desarrollo del ALCA.
Esta especificidad deriva de los intereses que cada grupo imperialista canaliza a través de sus estados en acciones geopolíticas, que los teóricos del imperio no pueden percibir.

¿UN RETORNO AL CAPITALISMO INDUSTRIALISTA?

La mayor parte de los críticos del neoliberalismo en la periferia reconocen que la dependencia persiste como una causa central del subdesarrollo. Pero proponen superar esta sujeción mediante la construcción de “otro capitalismo”. Ya no vislumbran un proyecto totalmente nacional, autónomo y centrado en la “sustitución de importaciones” -como sus antecesores de la CEPAL- pero si un modelo regional, regulado y basado en los mercados internos. Auspician esquemas keynesianos, para erigir ”estados de bienestar en la periferia”, sostenidos en transformaciones institucionales (erradicar la corrupción, recomponer la legitimidad) y en grandes cambios comerciales (frenar la apertura), financieros (limitar los pagos de la deuda) e industriales (reorientar la producción hacia la actividad local) .
¿Pero cómo se construiría un “capitalismo eficiente” en países sometidos al sistemático drenaje de sus recursos? ¿Cómo se lograría actualmente alcanzar un objetivo resignado por la clase dominante desde la mitad del siglo XIX? ¿Qué grupos construirían este sistema de mejoras sociales y maximización del beneficio?
Los partidarios del nuevo capitalismo periférico no brindan respuestas a ninguno de estos interrogantes cruciales. Ignoran que el margen para implementar su proyecto se ha reducido a partir de la asociación creciente de las clases dominantes periféricas con el capital metropolitano. Esta vinculación obstaculiza la acumulación interna, multiplica la salida de capitales y dificulta la aplicación de políticas reactivantes de la demanda interna. Las burguesías que no lograron en el pasado poner en pié un capitalismo autónomo, tienen menos posibilidades de aproximarse a esa meta en la actualidad.
Su giro pro-imperialista limita incluso la viabilidad de proyectos regionales como el Mercosur. Esta asociación tambalea luego de una década de fracasos en la erección de instituciones económicas y políticas comunes. Todas las propuestas de acción concertada (monedas, organismos, instancias de arbitraje) fueron archivadas a medida que la crisis se extendió en toda la zona. Estos colapsos se profundizan con las políticas de “diferenciación” que ensayan todos los gobiernos, para demostrarle al FMI que “ellos no son irresponsables”. La fractura regional repite así la historia de balcanización latinoamericana y confirma la incapacidad de las burguesías locales para instrumentar políticas de acumulación auto-centradas.
Muchos autores explican este resultado por el tradicional “rentismo” regional y la consiguiente ausencia de empresarios dispuestos a invertir o arriesgar. Pero si esta ausencia de impulsos a la acumulación sostenida se ha reforzado: ¿Por qué apostar a un proyecto que carece de sujeto? ¿Qué sentido tiene construir un capitalismo, sin capitalistas interesados en competir e innovar?
Convocar a los trabajadores a que sustituyan a la clase dominante en esta tarea equivale a incentivarlos a construir las cadenas de su propia explotación. La expectativa en que otros sectores sociales reemplazarán a los empresarios en la tarea de apuntalar un capitalismo próspero (burocracias, clase media) tampoco tiene gran fundamento, ni precedentes empíricos.
Los partidarios de erigir “otro capitalismo” deberían recordar que el modelo prevaleciente en cada país es producto de ciertas condiciones históricas y no de elecciones libres de sus gestores. Existe una dinámica objetiva de este proceso que explica porqué el desarrollo del centro acentúa el subdesarrollo de la periferia. Es evidente que todos los miembros de las naciones periféricas hubieran deseado un destino de potencias desarrolladas, pero en el mercado mundial hay poco lugar para grupos dominantes y mucho espacio para las economías dependientes. Por eso, las “economías de mercado exitosas” en la periferia son excepcionales o transitorias. Para emerger del subdesarrollo no alcanza con implementar políticas antiliberales. Se requiere, además, enlazar la acción antiimperialista con la construcción de una sociedad socialista.

TRES MODELOS EN DISCUSIÓN.


La vigencia de la teoría clásica del imperialismo para explicar las relaciones de dominación entre el centro y la periferia es contundente. Pero su actualidad para clarificar las vinculaciones contemporáneas entre las grandes potencias es más controvertible.
En este segundo sentido, el concepto de imperialismo ya no apunta a esclarecer las causas del atraso estructural de los países subdesarrollados, sino que pretende aclarar el tipo de alianzas y rivalidades predominantes en el campo imperialista. Varios autores han destacado la importancia que tiene distinguir entre ambos significados, señalando que las modalidades de dominación periférica y de vinculación entre las potencias han seguido cursos divergentes a lo largo de la historia.
El punto de partida tradicional para analizar este segundo aspecto es la distinción entre fase imperialista y librecambista del capitalismo, propuesta por los teóricos marxistas de principios del siglo XX. Con esta delimitación buscaron caracterizar una nueva etapa del sistema, signada por el reparto de los mercados entre las potencias a través de la guerra.
Lenin atribuía esta tendencia al conflicto bélico interimperialista a la gravitación del monopolio y el capital financiero, Luxemburgo a la necesidad de buscar salidas externas al estrechamiento de la demanda, Bujarin al choque entre los intereses expansionistas y proteccionistas de los grandes carteles y Trotsky al agravamiento de las desigualdades económicas generadas por la propia acumulación. Estas interpretaciones pretendían clarificar porqué la concurrencia entre grupos monopólicos que comenzaba en confrontaciones comerciales y áreas monetarias desembocaba en desenlaces sangrientos.
Esta caracterización quedó desactualizada en la posguerra, cuándo la perspectiva de conflictos armados directos entre las potencias tendió a desaparecer. La hipótesis de este choque se tornó descartable o muy improbable, a medida que la competencia económica entre las diversas corporaciones y sus estados se fue concentrando en rivalidades más continentales. Estos cambios transformaron los términos del análisis del segundo aspecto de la teoría del imperialismo.
En los años 70 Mandel sintetizó la nueva situación, mediante un análisis de tres modelos posibles de evolución del imperialismo: competencia interimperialista, transnacionalismo (en su denominación original: ultraimperialismo) y superimperialismo. Estimaba que el rasgo dominante de la acumulación era la rivalidad creciente y por eso atribuyó a la primer alternativa mayores posibilidades. También pronosticó que la concurrencia intercontinental se profundizaría junto a la formación de alianzas regionales.
El economista belga cuestionó la segunda perspectiva transnacionalista (anticipada por Kautsky) y defendida por los autores que preveían la constitución de asociaciones transnacionales divorciadas del origen geográfico de sus integrantes . Mandel consideraba que si bien la internacionalización de las empresas multinacionales debilitaba sus cimientos nacionales, no era probable una gran sucesión de fusiones entre propietarios de corporaciones de distinto origen. Dado el carácter concurrente de la reproducción capitalista, estimaba aún menos factible el sostenimiento de este proceso en la constitución de “estados mundiales”. Además, consideraba muy improbable la indiferencia de las corporaciones hacia la coyuntura económica de sus países de origen y la consiguiente prescindencia frente a las políticas anticíclicas en estas naciones, que supondría este tipo de integraciones. Descartaba este escenario, argumentando que el desarrollo desigual del capitalismo y las crisis crean tensiones incompatibles con la perdurabilidad de alianzas transnacionales.
La tercer alternativa superimperialista presagiaba la consolidación del dominio de una potencia sobre las restantes y el sometimiento de los perdedores a relaciones de sujeción semejantes a las vigentes en los países periféricos. Mandel consideraba en este caso, que la supremacía alcanzada por Estados Unidos no colocaba a Europa y Japón al mismo nivel de dependencia que las naciones subdesarrolladas. Destacaba que la hegemonía norteamericana en el plano político y militar, no implicaba supremacía económica estructural de largo plazo.
¿Cómo se plantean actualmente estas tres perspectivas? ¿Qué tendencias prevalecen a principio del siglo XXI: la competencia interimperialista, el ultraimperialismo o el superimperialismo?

LOS CAMBIOS EN LA CONCURRENCIA INTERIMPERIALISTA.


La interpretación inicial de la tesis del imperialismo como una etapa de rivalidad bélica entre potencias no tiene prácticamente adherentes en la actualidad. Existe en cambio una versión débil de esta visión centrada ya no en el desenlace militar, sino en el análisis de la concurrencia económica.
Algunos analistas subrayan la activa intervención de los estados imperialistas para apuntalar esta competencia, así como la vigencia de políticas neomercantilistas para debilitar a las compañías rivales . Otros autores remarcan la prioridad que mantienen los mercados internos en la actividad de las corporaciones y la homogeneidad de origen de sus propietarios . Esta atadura a sus bases nacionales, explica para ciertos estudiosos porqué la tendencia a la formación de bloques regionales es más significativa que la mundialización comercial, financiera o productiva . Qué el crecimiento norteamericano de la última década se haya concretado a expensas de sus rivales es interpretado también como una expresión del retorno a la concurrencia interimperialista. Estos enfoques coinciden en presentar a la mundialización como un proceso cíclico de fases expansivas y contractivas del grado de internacionalización de la economía .
Esta variedad de argumentos contribuye a refutar la mitología neoliberal sobre el “fin de los estados”, la “desaparición de las fronteras” y la “movilidad irrestricta del trabajo”. La tesis de la concurrencia interimperialista demuestra cómo esta rivalidad limita la deslocalización industrial, la liberalización financiera y la apertura comercial, destacando que la competencia de bloques exige cierta estabilidad geográfica de la inversión, restricciones al movimiento de capital y políticas comerciales orientadas por cada estado.
Pero aunque desmientan convincentemente las simplificaciones globalizantes, estas contribuciones no alcanzan para esclarecer las diferencias existentes entre el contexto actual y el vigente a principio del siglo XX. Es cierto que la concurrencia interimperialista continúa determinando el curso de la acumulación: ¿Pero porqué razón la rivalidad entre las potencias ya no desemboca en conflagraciones bélicas directas? La misma competencia se desarrolla ahora en un marco de mayor solidaridad capitalista, puesto que Estados Unidos, Europa y Japón comparten los mismos objetivos de la OTAN y actúan dentro de un bloque común de estados dominantes, frente a los distintos conflictos militares.
Se podría interpretar que el alcance mutuamente destructivo de las armas nucleares ha transformado el carácter de las guerras, neutralizando las confrontaciones abiertas. Pero este razonamiento explica solo las modalidades de la disuasión que asumió el choque entre Estados Unidos y la ex URSS, sin aclarar porqué los tres rivales imperialistas prescinden de este tipo de enfrenamiento. También es cierto que la “lucha contra el comunismo” diluyó la concurrencia entre potencias capitalistas, pero este conflicto tampoco estalló luego de concluida la “guerra fría”.
En realidad, el choque entre potencias ha quedado mediatizado por el salto registrado en la mundialización. La actividad capitalista internacional tiende a entrelazarse con el crecimiento del comercio por encima del aumento de la producción, la formación de un mercado financiero planetario y la afirmación de la gestión globalizada de los negocios por parte de las 51 corporaciones, que ya integran el pelotón de las 100 mayores economías del mundo.
La estrategia productiva de estas compañías se basa en combinar tres opciones: abastecimiento de insumos, fabricación integral para el mercado local y fragmentación del ensamblado de partes elaboradas en distintos países. Esta mixtura de producción horizontal (recreando en cada región el molde del país de origen) y producción vertical (subdividiendo el proceso productivo de acuerdo a un plan global de especialización) implica un grado de asociación más significativo entre capitales internacionalizados . Las corporaciones que definen su estrategia a escala global tienden además a predominar sobre las menos internacionalizadas, como lo demuestra por ejemplo, la gravitación del primer tipo de firmas en las fusiones corporativas de la última década .
Este avance de la mundialización explica también porqué las tendencias proteccionistas no alcanzan actualmente la dimensión del 30, ni desembocan en la formación de bloques totalmente cerrados. El neomercantilismo coexiste con la presión opuesta hacia la liberalización comercial, ya que el intercambio interno entre las empresas localizadas en distintos países ha crecido notablemente. Este hecho no aparece claramente registrado en las estadísticas corrientes, puesto que las operaciones entre compañías internacionalizadas realizadas dentro de un mismo mercado nacional son generalmente computadas como transacciones internas de ese país .
Este avance de la mundialización que debilita la concurrencia tradicional entre potencias imperialistas expresa una tendencia dominante y no sólo un vaivén cíclico del capitalismo. Los períodos de retracción nacional o regional constituyen movimientos contrarrestantes de ese impulso central a la ampliación del radio de acción geográfico del capital. El freno de esta tendencia proviene de los desequilibrios que genera la expansión mundial y no de la pendularidad estructural de ese proceso.
En última instancia, la presión mundializadora es la fuerza dominante porque refleja la creciente acción de la ley del valor a escala internacional. Cuánto más gravitan las empresas transnacionales, mayor es el campo de valorización del capital a escala global frente a las áreas exclusivamente nacionales. Esta influencia expresa la tendencia a la formación de precios mundiales representativos de los nuevos patrones del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de mercancías .
La gestión internacionalizada de los negocios erosiona la vigencia del modelo clásico de concurrencia interimperialista. Pero esta transformación no es perceptible si se observa a la mundialización en curso como un “proceso tan viejo como el propio capitalismo”. Esta postura tiende a ignorar las diferencias cualitativas que separan a cada etapa de ese proceso y esa distinción es vital para poder comprender porqué la internacionalización de la Compañía de las Indias del siglo XVI tiene, por ejemplo, tan poco parecido con la fabricación mundialmente segmentada de General Motors.
La rivalidad contemporánea entre corporaciones se desenvuelve en un marco de acción más concertada. En los organismos mundiales de acción política (ONU, G 8), económica (FMI, BM, OMC) y militar (OTAN) se negocian las reglas de esta actividad común. A diferencia del pasado, la acción tradicional de los bloques competitivos coexiste con la incidencia creciente de esas instituciones, que actúan haciéndose eco de los intereses de las compañías internacionalizadas.
Por eso la remodelación contemporánea de territorios, legislaciones y mercados se consuma a través de ambas instancias y no por medio de la guerra entre potencias. Es evidente que la nueva configuración imperialista se sostiene en masacres bélicas sistemáticas, pero los escenarios de estas batallas son periféricos. La multiplicación de estos conflictos no deriva de guerras interimperialistas y este cambio obedece a un salto cualitativo de la mundialización, que no es contemplado, ni explicado por el viejo modelo de la concurrencia entre potencias.

LA EXAGERACIÓN TRANSNACIONALISTA.

Algunos defensores de la hipótesis transnacionalista estiman que las corporaciones actuales ya operan desconectadas de sus países de origen . Otros atribuyen el surgimiento del “capital global” a la informatización de la economía, a la sustitución de la actividad industrial por la acción de las redes y a la expansión del trabajo inmaterial. Destacan que esta conjunción elimina la centralidad del proceso productivo, favorece la gestación de un mercado planetario y refuerza la “desterritorizalización del imperio”.
Pero esta visión tiende a interpretar tendencias embrionarias como hechos consumados y a deducir de la creciente asociación entre los capitales internacionales un nivel de integración que no se verifica en ningún campo. La transnacionalización de capitales constituye actualmente sólo un proceso inicial de una transformación estructural, que en el pasado insumió siglos. Ninguna evidencia de la última década sugiere la presencia de un acortamiento tan radical del ritmo histórico del capitalismo .
El transnacionalismo exagera el ascenso del capital global, reflejando cierta presión mediática por construir novedades teóricas al ritmo del consumo periodístico. Basta observar la evolución del parámetro que indicó Mandel -la sensibilidad de las corporaciones globalizadas a cada coyuntura económica nacional- para registrar la invalidez de la tesis ultraimperialista. Los cuatro rasgos centrales del curso económico de los 90 –reactivación norteamericana, estancamiento europeo, depresión japonesa y desplome de la periferia- ilustran la inexistencia de una evolución común del “capital globalizado”. Los beneficios y las pérdidas de cada grupo corporativo han dependido de su ubicación en cada región.
Qué la recuperación estadounidense se haya sostenido en la caída de sus rivales confirma la existencia de un bloque ganador diferenciado de las compañías europeas o japonesas.
Ciertas formas de asociación global comienzan a emerger y por primera vez se están soldando alianzas estructurales transatlánticas y transpacíficas entre compañías europeas, norteamericanas y niponas. Este tipo de conexiones obstaculizan la cohesión de la Unión Europea, obligan a Estados Unidos a fijar su política económica en función del financiamiento externo e inducen a Japón a continuar su resistida apertura de mercados. Pero estas vinculaciones no eliminan la existencia de bloques competitivos estructurados en torno a los viejos lazos estatales.
En sus variantes moderadas, el transnacionalismo ignora que el Nafta, la Unión Europea o el Asean expresan esta puja de rivales. Pero en la vertiente extrema de Negri esta concepción propaga, además, todo tipo de fantasías sobre el “descentramiento” geográfico, desconociendo que la acción estratégica de las corporaciones continúa asentada en Estados Unidos, Europa o Japón. El enlace global ha creado un nuevo marco común para la concurrencia, pero sin eliminar los cimientos territoriales de esta competencia.
Es cierto, por otra parte, que la transformación informática favorece el entrelazamiento global del capital, ya que tiende a amalgamar la actividad financiera, acelerando las transacciones comerciales y acentuando la reorganización del proceso de trabajo. Pero la revolución tecnológica también refuerza la concurrencia y la necesidad de alianzas regionales entre las corporaciones que se disputan los mercados. La “economía de la redes” no solo unifica, sino que también acentúa la competencia nacional. La aplicación de las nuevas tecnologías de la información está guiada por parámetros capitalistas de ganancia, concurrencia y explotación que impiden flujos indiscriminados de inversiones a escala global o movimientos irrestrictos de la mano de obra. Estas localizaciones dependen de condiciones de acumulación y valorización del capital, que obligan a las 200 empresas mundializadas a concentrar sus centros operativos en un pequeño puñado de países centrales.

CLASES Y ESTADOS II.


Quiénes consideran que la transnacionalización del capital ha dado lugar a un proceso equivalente en el terreno de las clases dominantes y los estados, señalan como evidencias de este cambio el avance de la inversión extranjera, la internacionalización del trabajo y la gravitación de los organismos mundiales . Negri incluso considera que se ha consumado la formación de un nuevo orden jurídico –inspirado en la constitución norteamericana- surgido de la transferencia de soberanías nacionales al centro imperial de la ONU.
Pero este esquema es completamente forzado, ya que no existe ningún indicio de globalización plena de la clase dominante. Cualquiera sean sus divisiones internas, la burguesía norteamericana constituye un agrupamiento claramente diferenciado de su homólogo japonés o europeo. Actúa en torno a gobiernos, instituciones y estados distintos, defendiendo políticas arancelarias, impositivas, financieras o monetarias propias y actúa en función de sus intereses específicos. Incluso la integración de ciertas burguesías en torno a un estado supranacional –como en el caso de Europa- no convierte a sus miembros en “capitalistas globales”, puesto que no se han enlazados también con sus competidores extracontinentales en un mismo estado.
La eventual transnacionalización de la capa gerencial de algunas corporaciones y del segmento directivo de los organismos internacionales tampoco prueba el surgimiento de una clase dominante global. Este staff de funcionarios cosmopolitas conforma una burocracia de altas responsabilidades, pero no constituye una clase . El principal parámetro para evaluar la existencia de esta formación social –la propiedad de los medios de producción- indican una clara fragmentación geográfica dentro del viejo radio de las naciones. Los dueños de cada empresa transnacional son norteamericanos, europeos o japoneses y no “globales”. Los datos de propiedad de las 500 mayores corporaciones confirman esta conexión nacional, ya que el 48% de estas compañías pertenece a capitalistas norteamericanos, el 30% a europeos y el 10% a japoneses
Además, el FMI, la OMC o el WEF (World Economic Forum) no constituyen estructuras estatales homogéneas, sino centros de negociación de las distintas corporaciones, que a través de sus representantes estatales defienden distintos acuerdos comerciales y tratados de inversiones.
Las compañías se apoyan en estas estructuras para batallar con sus rivales. Cuándo, por ejemplo, Boeing y Airbus se disputan el mercado aeronáutico mundial, recurren más a sus lobbistas de Estados Unidos y Europa, que a los funcionarios de la OMC. En la competencia interimperialista chocan estados o bloques regionales y no entrelazamientos intercorporativos del tipo Toyota-General Motors versus Chrysler-D.M.Benz.
El rol privilegiado que mantienen los estados demuestra que las principales funciones capitalistas de esta institución (garantizar el derecho de propiedad, proveer los condiciones para la extracción y realización del plusvalor, asegurar la coerción y el consenso) no pueden mundializarse a la misma velocidad que los negocios . Incluso si un estado transnacionalizado tuviera ya los recursos, la experiencia y el personal suficiente para encarar por ejemplo plenamente las funciones represivas, carecería de la autoridad que cada burguesía conquistó en su nación a lo largo de varios siglos para ejercer esta tarea.
Negri ignora estas contradicciones al postular la existencia de una nueva soberanía imperial en torno a la ONU. Deduce esta vigencia de un análisis restrictivamente jurídico y totalmente desligado de la lógica de funcionamiento del capital. Pero lo más sorprendente es su candorosa presentación de las Naciones Unidas como un sistema opresivo en la cúpula (Consejo de Seguridad) y democrático en la base (Asamblea General), olvidando que esta institución –en todos sus niveles- actúa como un pilar del orden imperialista actual. Esta benevolencia se apoya, a su vez, en una mirada apologética de la constitución norteamericana, que desconoce cómo la elite de ese país construyó un sistema político de opresión, mediante un mecanismo de contrapoderes destinado a burlar el mandato popular . Esta visión de la soberanía imperial extrema los errores del enfoque transnacionalista, porque exagera el principal defecto de esta visión: desconocer que la mayor integración mundial del capital se desenvuelve en el marco de los estados y las clases dominantes existentes o regionalizadas.

LOS ERRORES DEL “SUPERIMPERIALISMO”.

En la tesis del imperio está parcialmente implícita una caracterización del dominio indisputado de Estados Unidos. Aunque Negri subraya que el imperio ”carece de centro territorial”, también señala que todas las instituciones de la nueva etapa derivan del antecedente estadounidense y se erigen en oposición a la decadencia europea.
Esta interpretación converge todas las caracterizaciones que identifican el liderazgo norteamericano actual con el “predominio de una sola potencia”, la “unipolaridad del mundo” o el afianzamiento de la “era estadounidense”. Estas visiones actualizan la teoría del superimperialismo, que postula la hegemonía total de un rival sobre sus competidores.
El soporte empírico de esta tesis surge del arrollador avance norteamericano de la última década, especialmente en el terreno político y militar. Mientras que la acción de las Naciones Unidas ha quedado acomodada a las prioridades de Estados Unidos, la presencia del gendarme norteamericano se ha extendido a todos los rincones del planeta, a través de los acuerdos con Rusia y la intervención en regiones –como Asia central o Europa Oriental- que estaban fuera de su control.
Estados Unidos detenta una clara superioridad tecnológica y productiva frente a sus rivales. Esta supremacía se ha verificado en la actual recesión global, porque el nivel de actividad económica mundial presenta un extraordinario grado de dependencia del ciclo norteamericano.
Estados Unidos retomó en los 90 el liderazgo que desafió Europa en los 70 y Japón en los 80. Desde el gobierno de Reagan, la primer potencia explotó las ventajas que le otorga su primacía militar, para financiar su reconversión económica con recursos del resto del mundo. En ciertos períodos apeló al abaratamiento del dólar (para relanzar las exportaciones) y en otras fases al encarecimiento de esa divisa (para absorber capitales externos). También impuso alternativamente la liberalización comercial y el proteccionismo en los sectores que detenta respectivamente alta o baja competitividad, respectivamente. Esta recuperación hegemónica se explica a su vez por la implantación internacional que tienen las corporaciones estadounidenses y porque el capitalismo norteamericano se ha orientado desde el siglo pasado a penetrar los mercados internos de sus competidores.
Sin embargo, ninguno de estos hechos prueba la existencia del superimperialismo, ya que la supremacía norteamericana no ha conducido al sometimiento de Europa o Japón. Los conflictos que oponen a las grandes potencias tienen la envergadura de conflictos interimperialistas y no son comprables a los choques entre países centrales y periféricos. En las disputas comerciales con Estado Unidos, Francia no se comporta como Argentina, dentro del FMI Japón no mendiga créditos sino que actúa como acreedor y Alemania es protagonista y no víctima de las resoluciones del G 8.
Las relaciones entre Estados Unidos y sus competidores no presentan los rasgos de la dominación imperial. Existe una contundente primacía norteamericana en las relaciones geopolíticas, pero “el nexo transatlántico” no implican la subordinación de Europa y el “eje del Pacífico” no se caracteriza por la sujeción de Japón a cualquier exigencia de Estados Unidos .
La tesis superimperialista sobrevalora el liderazgo norteamericano y desconoce sus contradicciones del liderazgo. Gowan opina acertadamente, que la forma de dominación “suprematista” (a costa de los rivales) y no “hegemonista” (compartiendo los frutos del poder) de Estados Unidos socava su liderazgo. La fuerza estadounidense se construye además, mediante el entrelazamiento y no -como en el pasado- a través del aplastamiento bélico de los competidores. Y esta modalidad obliga a forjar alianzas, que al no surgir de un desenlace militar son más frágiles. El carácter elitista del imperialismo actual, es decir carente del sostén masivo, chauvinista y patriotero de principio del siglo XX, también erosiona la superioridad de la primer potencia.
La supremacía estadounidense se ejerce en la práctica a través de las guerras en las zonas periféricas más calientes del planeta. Pero también esta belicosidad deteriora un curso superimperialista, porque estas agresiones sistemáticas potencian la inestabilidad. La nueva doctrina de “guerra infinita” que aplica Bush profundiza este descontrol, ya que rompe con la tradición de enfrentamientos limitados y sujetos a cierta proporcionalidad entre medios y fines. En las campañas contra Irak, “el narcotráfico” o el “terrorismo”, Estados Unidos busca crear un clima de temor permanente a través de agresiones sin duración acotada, ni objetivos precisos .
Este tipo de acción imperialista no sólo disloca naciones, desintegra estados y destruye sociedades, sino que también genera el tipo de “boomerangs” que Estados Unidos acaba de padecer en carne propia con los talibanes. La “guerra total” sin escrúpulos jurídicos desestabiliza el “orden mundial” y deteriora la autoridad de sus mandantes. Por eso la perspectiva de superimperialismo no se ha consumado y está amenazada por la propia acción dominante de Estados Unidos.

LA COMBINACIÓN DE LOS TRES MODELOS.


Ninguno de los tres modelos alternativos al imperialismo clásico esclarece las relaciones actualmente predominantes entre las grandes potencias. La tesis de la concurrencia interimperialista no explica las razones que inhiben la confrontación bélica e ignora el avance registrado en la integración de los capitales. El enfoque transnacionalista desconoce que las rivalidades entre las corporaciones continúan mediadas por la acción de las clases y los estados nacionales o regionales. La visión superimperialista no toma en cuenta la inexistencia de relaciones de subordinación entre las economías desarrolladas equiparables a las vigentes en la periferia.
Estas insuficiencias inducen a pensar que la rivalidad, la integración y la hegemonía contemporánea tienden a combinarse en nuevo tipo de vínculos interimperialistas, más complejos que los imaginados en los años 70. Indagar esta mixtura es más provechoso que preguntarse cuál de los tres modelos concebidos en ese momento ha prevalecido. En las últimas décadas el avance de la mundialización ha incentivado la asociación trasnacional de capitales, alentando la concurrencia tradicional e induciendo también a una potencia a asumir un liderazgo cohesionador del sistema .
Reconocer esta combinación permite comprender el carácter intermedio de la situación actual. Por el momento no predomina la rivalidad, la integración, ni la hegemonía plenas, sino un cambio en las relaciones de fuerza al interior de cada potencia, que favorece a los sectores transnacionalizados en desmedro de los nacionalizados en el marco de los estados y clases existentes .
Este balance de posiciones difiere en cada país (en Canadá u Holanda, la fracción mundializada es probablemente más gravitante que en Estados Unidos o Alemania) y en cada sector (en la industria automotriz, la transnacionalización es mayor que en la siderurgia). El capital se internacionaliza mientras los viejos estados nacionales continúan asegurando la reproducción general del sistema.
La nueva combinación de rivalidad, integración y supremacía imperialistas forma parte de las grandes transformaciones recientes del capitalismo. Se inscribe en el marco de una etapa signada por la ofensiva del capital sobre el trabajo (incremento del desempleo, la pobreza y la flexibilización laboral), la expansión sectorial (privatizaciones) y geográfica (hacia los ex “países socialistas”) del capital, la revolución informática y la desregulación financiera.
Estos procesos han alterado el funcionamiento del capitalismo y multiplicado los desequilibrios del sistema, al debilitar la regulación estatal de los ciclos económicos e incentivar la rivalidad entre las corporaciones. Las viejas instituciones políticas pierden autoridad a medida que parte del poder efectivo se desplaza hacia nuevos organismos mundializados, que carecen a su vez de legitimidad y consenso popular. Además, la escalada militar imperialista provoca colapsos en las regiones periféricas ahondando la inestabilidad mundial .
Estas contradicciones son características del capitalismo y no presentan las similitudes con el imperio romano que postulan numerosos autores. Estas analogías subrayan la identidad de mecanismos de inclusión o exclusión de los grupos dominantes al centro imperial , la semejanza institucional (Monarquía-Pentágono, Aristocracia-Corporaciones, Democracia-Asamblea ONU) o la decadencia común de ambos sistemas (caída de Roma-“pudrición” del régimen actual) .
Pero el capitalismo contemporáneo no está erosionado por una expansión territorial desbordada, ni está corroído por el estancamiento agrario, la improductividad del trabajo o el derroche de la casta dominante. A diferencia del modo de producción esclavista, el capitalismo no genera la paralización de las fuerzas productivas, sino un desarrollo descontrolado y sujeto a crisis cíclicas.
Las contradicciones derivadas de la acumulación, la extracción de plusvalía, la valorización del capital o la realización del valor conducen a la crisis, pero no a la agonía de la Antigüedad. Pero la diferencia crucial radica en el rol jugado por sujetos sociales con capacidad de transformación histórica, que no existían durante la decadencia romana.

LOS AMBITOS DE LA RESISTENCIA POPULAR.

Los trabajadores, explotados y oprimidos de todo el planeta son los antagonistas del imperialismo del siglo XXI. Su acción ha modificado en los últimos años el clima de triunfalismo neoliberal prevaleciente en la elite de la clase dominante desde principios de los 90. Una sensación de desconcierto comienza a instalarse en el “establishment” globalizador, como lo prueban las críticas que los popes del neoliberalismo descargan contra el curso económico actual.
Soros, Stiglitz o Sachs ahora escriben impactantes libros para denunciar el descontrol de los mercados, el exceso de austeridad o la inconveniencia de ajustes extremos. Sus caracterizaciones son tan superficiales como los desbordantes elogios que antes propinaban al capitalismo. No aportan ninguna reflexión relevante, pero testimonian el malestar que ha creado en la cúspide del imperialismo, el desastre social creado durante los años de la euforia privatizadora.
Estos cuestionamientos al “capitalismo salvaje” reflejan el avance de la resistencia popular, porque los dueños del mundo ya no sesionan en paz. Sus encuentros en puntos remotos y en reuniones atrincheradas siempre enfrentan las manifestaciones del movimiento de protesta global. No pueden aislarse en Davos, rehuir la escandalosa represión de Génova, ni ignorar los desafíos de Porto Alegre. Ya no hay “discurso único”, ni “un sola alternativa” y con el avance de los cuestionamientos populares decrece la imagen de omnipotencia imperialista.
Los participantes de la protesta global son los artífices centrales de este cambio. Su resistencia ya desborda el impacto mediático inicialmente creado por el boicot a las cumbres de presidentes, ejecutivos y banqueros. Seattle marcó un “antes y un después” para el desarrollo de esta lucha, que no ha decaído luego del 11 de septiembre.
Los presagios de un gran reflujo han quedado desmentidos y la intimidación “antiterrorista” no logró vaciar las calles de manifestantes. Entre octubre y diciembre pasado 250.000 jóvenes se movilizaron en Peruggia, 100.000 en Roma, 75.000 en Londres y 350.000 en Madrid. En febrero, el segundo encuentro de Porto Alegre superó la concurrencia y representatividad de las reuniones anteriores y una marcha posterior en Barcelona concentró a 300.000 manifestantes. La movilización más reciente de Sevilla contra la “Europa del Capital” reunió a 100.000 personas. Estas reacciones confirman la vitalidad de un movimiento que tiende a incorporar a su acción la batalla contra el militarismo. Un movimiento antiguerra empieza a despuntar, siguiendo las huellas dejadas por las luchas contra los crímenes de Argelia en los 60 y Vietnam en los 70 .
La clase obrera se perfila como otro desafiante del imperialismo, tanto por su convergencia con la protesta global (muy significativa en Seattle), cómo por la recomposición de las luchas reivindicativas. La etapa de severo reflujo que inauguraron las derrotas de los 80 (Fiat-Italia en 1980, los mineros británicos en 1984-85) tiende a revertirse desde mediados de los 90, al compás de importantes acciones en Europa (huelgas en Francia y Alemania) y en la periferia más industrializada (Corea, Sudáfrica, Brasil). La extraordinaria movilización de tres millones de trabajadores italianos en mayo pasado y la impactante huelga general en España confirman esta recuperación de la clase obrera.
Las sublevaciones populares en la periferia representan el tercer desafío al imperialismo. Los ejemplos de esta resistencia en Sudamérica son contundentes, a partir de la significativa extensión de la rebelión argentina. A medida que el “contagio económico” se irradia hacia las naciones vecinas (fugas de capital, quiebras bancarias y mermas de inversiones), también se expande el “contagio político” con manifestaciones y cacerolazos en Uruguay, grandes movilizaciones agrarias en Paraguay y masivos levantamientos contra las privatizaciones en Perú.
Por otra parte, la intervención popular contra el golpe de estado en Venezuela marcó el debut de una reacción masiva contra la política pro-dictatorial que promueve el imperialismo norteamericano. Este éxito de los oprimidos constituye apenas el primer round de un enfrentamiento que atravesará por numerosos episodios, ya que el Departamento de Estado ha puesto en marcha una escalada de provocaciones contra cualquier gobierno, pueblo o política que no siga fielmente su libreto.
A escala mundial, el caso más dramático de estas agresiones es la masacre de los palestinos. El nivel de salvajismo imperialista en Medio Oriente rememora las grandes barbaries de la historia colonial y por eso la resistencia popular en esa región es emblemática y despierta la solidaridad de todos los pueblos del plantea.
La protesta global, la recuperación de la clase obrera y las rebeliones en la periferia demuestra los límites de la ofensiva del capital. Al cabo de una década de atropellos sociales las relaciones de fuerza comienzan a cambiar y este giro abre un nuevo espacio ideológico para el pensamiento crítico, que vuelve a tornar atractivas las ideas del socialismo. A medida que el neoliberalismo se desprestigia, el socialismo deja de ser mala palabra y el marxismo ya no es visto como un pensamiento arcaico. Este resurgimiento replantea varios problemas de la estrategia socialista.

CUATRO DESAFIOS POLITICOS.


Un nuevo internacionalismo ha irrumpido junto a la protesta global en las marchas cosmopolitas en favor de “otra mundialización”. Estas movilizaciones incluyen un fuerte cuestionamiento de los principios de competencia, individualismo y beneficio y han generado un avance de la conciencia anticapitalista, que se refleja en algunos lemas de estas marchas (“el mundo no es una mercancía”). Contribuir a transformar esta crítica embrionaria al capital en una propuesta de emancipación es la primer tarea que enfrentan los socialistas.
Esta alternativa ya se debate en los foros mundiales, cuándo se analiza la perspectiva social del internacionalismo espontáneo del movimiento. En la protesta global prevalece una oposición total a las reacciones fundamentalistas contra los atropellos imperialistas y un contundente rechazo a las confrontaciones étnicas o religiosas entre los pueblos explotados, que fomenta la derecha.
Esta solidaridad internacionalista es incompatible con cualquier proyecto capitalista que invariablemente implica fomentar la explotación y por lo tanto, estimular los enfrentamientos nacionales. Sólo el socialismo ofrece una perspectiva de comunidad real entre los trabajadores del mundo.
El generalizado despertar de la lucha antiimperialista en la periferia presenta un segundo desafío para los socialistas. Algunos teóricos ignoran esta irrupción porque han decretado el fin del nacionalismo y celebran esta desaparición, sin poder distinguir entre las corrientes reaccionarias y progresistas de estos movimientos. Estos autores declaran, además, la inoperancia de cualquier táctica, estrategia o prioridad política en las nuevas “luchas horizontales”, porque interpretan que en estos combates se enfrentan el capital y el trabajo sin ningún tipo de mediaciones .
Esta visión constituye una burda simplificación de la lucha nacional, porque coloca dentro de una misma bolsa a los talibanes y a los palestinos, a los ejecutores de masacres étnicas en Africa o los Balcanes con los artífices de las guerras de liberación de las últimas décadas (Cuba, Vietnam, Argelia). No logra distinguir dónde se ubica el progreso y en qué lugar se sitúa la reacción. Por eso no comprende porqué los pueblos del Tercer Mundo luchan por el desconocimiento de la deuda externa, la nacionalización de los recursos energéticos o la protección arancelaria de la producción local.
Definir tácticas y concebir estrategias específicas es importante, dado que las reivindicaciones nacionales que comparten los explotados de la periferia, no tienen significación para los trabajadores de las naciones centrales. El enfoque transnacionalista repite la vieja hostilidad liberal hacia las formas concretas de resistencia popular en los países subdesarrollados, recurriendo a un lenguaje más radical. Sus vaguedades transmiten un sentimiento de impotencia frente a la dominación imperialista, porque en el mundo sin fronteras, centros y territorios que describen, resulta imposible localizar al opresor y establecer algún rumbo para enfrentarlo.
El tercer desafío de la política socialista es concebir estrategias de captura y transformación radical del estado, a fin de abrir un camino de emancipación. Este objetivo exige desmistificar el cuestionamiento neoliberal a la utilidad de la intervención estatal y las creencias neutralistas del constitucionalismo, que enmascara el control detentado por la clase dominante sobre esta institución. Especialmente, la difundida oposición entre desreguladores neoliberales y reguladores antiliberales encubre la vigencia de una gestión capitalista coincidente del estado. Este manejo es la causa del creciente divorcio entre la sociedad y el estado. Cuánto más dependen los asuntos públicos del lucro empresario, mayor peso adquieren los aparatos y las burocracias alejadas de las necesidades mayoritarias de la población.
Pero la superación de esta fractura estatal exige inaugurar una gestión colectiva que permita avanzar hacia la extinción progresiva del carácter elitista y opresor del estado. Este objetivo no puede alcanzarse a través de un acto mágico de disolución de instituciones que tienen raíces milenarias, ni puede lograrse mediante el enigmático camino emancipatorio que proponen, quiénes postular cambiar la sociedad rehuyendo la captura y manejo del poder .
Algunos teóricos argumentan que en la actual “sociedad de control” las formas de dominación son tan invasoras, como frustrantes de cualquier transformación social basada en el manejo popular del estado . Pero esta sugerencia de un poder omnipresente (“que está en todas partes y en ninguna”) convierte cualquier debate concreto sobre la lucha contra la explotación, en una reflexión metafísica sobre la impotencia del individuo frente a su entorno opresivo. Eludiendo el análisis de las raíces objetivas y los pilares sociales de esta sujeción se torna imposible concebir caminos concretos de superación de la dominación capitalista .
Precisar quiénes son los agentes de un proyecto de transformación anticapitalista es el cuatro desafío de los socialistas. Observando a los trabajadores en huelga, a los jóvenes de la protesta global y a las masas movilizadas de la periferia no es muy difícil definir quiénes son los artífices de un cambio emancipatorio. Este nuevo protagonismo popular socava el discurso neoliberal individualista sobre el fin de la acción colectiva, pero no ha generado aún, reconocimientos del papel central de las clases oprimidas (y especialmente del rol de los trabajadores asalariados) en la transformación social.
Esta omisión obedece, por un lado, a la gravitación que se le asigna a la “ciudadanía” en los cambios políticos, olvidando que esta categoría uniforma a los opresores y oprimidos en un mismo status y oculta que el “ciudadano-obrero” carece de las atribuciones cotidianamente ejercidas por el “ciudadano-capitalista” (despedir, contratar, acumular, derrochar, dominar). Incluso en las caracterizaciones más radicales que hablan de la “ciudadanía insurrecta” o de la “ciudadanía global”, esta frontera de clase queda disuelta y el antagonismo social es relegado a un segundo plano.
Otra manera de diluir el análisis clasista consiste en sustituir la noción de trabajador o asalariado por el concepto de “multitud”. Este agrupamiento es presentado como el embrión de un “contraimperio” naciente, por su capacidad aglutinante de los “deseos de liberación” de sujetos “cosmopolitas, nómades y emigrados”

Aunque los promotores de esta categoría reconocen su sentido meramente poético, pretenden de hecho aplicarla a la acción política . Y este trasplante genera numerosas confusiones, porque la misma multitud alude a veces al agrupamiento amorfo de individuos (nómades) y se refiere en otras ocasiones a la acción de fuerzas particulares (emigrados). En ninguno de los dos casos se explica porqué ocuparía un lugar tan significativo en la lucha social de un imperio, que al no ser localizable tampoco enfrenta contrincantes muy definidos. Pero lo más difícil de este rompecabezas es dilucidar para que sirve.
Abandonando los malabarismos verbales y analizando, en cambio, el potencial emancipatorio de la clase trabajadora para comandar un proyecto socialista se puede arribar a las conclusiones de mayor provecho. Esta reflexión puede partir de la creciente “proletarización del mundo”, es decir de la estratégica gravitación social que han alcanzado los trabajadores, definidos en un sentido amplio como la masa total de los asalariados . Esta impresionante fuerza podría transformarse en un poder anticapitalista efectivo, si se concreta un salto significativo en la conciencia socialista de los explotados.
Las condiciones para este avance político ya se han reunido, como lo prueban las discusiones sobre el internacionalismo, el estado y el sujeto de la transformación social. Repitiendo lo ocurrió en 1890-1920, el debate sobre el imperialismo vuelve a ubicarse también en el centro de esta maduración política. ¿Estas similitudes se extenderán al crecimiento del movimiento socialista? Quizás la sorpresa de la nueva década sea el surgimiento de partidos, líderes y pensadores comparables a los clásicos marxistas del siglo pasado.



Autor:
Claudio Katz
Economista, profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET
URL:http://katz.lahaine.org
Junio de 2002.



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